Raúl está sentado y no sabe qué hacer. La hoja en blanco frente a su rostro lo atormenta. ¿Por qué tan poca imaginación?, se castiga. Tal vez sea porque no comió nada desde que se levantó, piensa, porque como dice su abuela, con la panza vacía uno no rinde. Pero Raúl mucho caso no le da a la frase, no está inspirado porque no está inspirado. Punto. Prende la tele. Eso siempre le da ideas, o le sirve para distraerse y pensar un poco.
Evidentemente no hay nada, Raúl cambia y cambia de canal y no se estaciona nunca en ninguno. Pero cuando el zapping hace que esté por pasar por segunda vez en cada programa, el control descansa y frena en ESPN. Está jugando Juan Ignacio Chela contra Andy Murray por los cuartos de final de Roland Garros. Un pelotazo del escocés termina en la red y Raúl sonríe. Decide ver el partido y al aparato que no paraba de apretar lo sitúa ahora a un costado de la mesa. Raúl no sabe de tenis, o sabe, pero lo mínimo. Desconoce también que Chela está haciendo un torneo bárbaro, que ésta es la segunda vez que accede a esa instancia en París. A Raúl tan sólo le gusta verlos correr, le gusta cuando la cámara enfoca las caras de esos tenistas que sobre polvo de ladrillo batallan en busca de un lugar en semifinales, le gusta ver sus gestos, sus rasgos físicos. Le da un vuelco de alegría porque finalmente sabe qué hacer con ese maldito papel que lo mira, desnudo de líneas y trazos, dese abajo.
Lo sorprende el flaco perfil del argentino. La estatura además, maximiza la delgada percepción de su figura. Y Raúl esboza una línea larga, a la que le da volumen y forma de torso. Exagera el cuerpo. Así le enseñaron de chico que se hacen las caricaturas, resaltando los rasgos más dominantes, los más distintivos. Un buen passing shot de Chela hace que la televisión muestre un primerísimo plano suyo festejando y sonriente. Raúl descubre la diferencia del tamaño de los dientes centrales con respecto a sus laderos y dibuja dos paletas grandes, más largas que anchas. Y ve también que en ese gesto de algarabía, los labios casi desaparecen por lo finos. Traza, borra y vuelve a borrar. Y ruega porque Chela gane el punto, pero no por el beneficio deportivo que significaría, sino para que las cámaras allá en Francia lo enfoquen nuevamente y él pueda dibujar y seguir retratando.
Raúl está fascinado por los rasgos físicos de Chela, y no aguanta más y entonces busca en Internet imágenes del tenista. Una cara puntiaguda que termina con una barbilla angosta pero saliente. La exagera. Resalta también los pómulos y la frente ancha, tapada apenas por esa gorra puesta para atrás. Por qué alguien usaría la gorra así, se pregunta Raúl mientras dibuja. Tal vez para esconder un poco esas orejas grandes que con la gorra no parecen tanto, se responde, racional, de inmediato. Nariz recta y ojos escondidos debajo de dos cejas derechas y, sí, también finas. Menos mal que son negras porque si no al fruncirse tal vez pasarían desapercibidas como le ocurre con los labios, especula. Y la boca que cuando se abre lo hace más horizontal que verticalmente, porque la lengua y el paladar casi no se perciben, pero los dientes se ven enteros: desde el último de la punta derecha hasta el último del de la izquierda. Blancos y brillantes.
Es mala. Chela la tira larga y ahora las cámaras lo toman pero para mostrar su desazón, su bronca. Se le pasaron por alto a Raúl esas patas de gallo y de nuevo lo invaden los interrogantes. ¿Cuántos años tendrá? ¿Habrá canas entre ese pelo negro y será esa otra de las razones por la cual usa la gorra? Con algunas arrugas desparramadas alrededor de los ojos, Raúl termina la caricatura del argentino y se siente bien, satisfecho, porque le gusta lo que ve, y porque logró ganarle a ese papel que hace poco lo torturaba con su despejada superficie, con su blancura.
Dejó el dibujo al lado del control remoto y se cruzó de brazos para seguir atento el partido. Para ver cómo le iba a su criatura, la que lo inspiró y lo sacó de esa insoportable situación de sentirse un inútil con poca inventiva y creatividad. Pero a Chela bien no le va. El escocés es superior y lo termina venciendo por 7-6 (2), 7-5, y 6-2 en casi tres horas de partido. Y la cámara se concentra ahora en Murray y su grito de júbilo. El cuello largo, el ensanchamiento de la cabeza a medida que se asciende, la nariz que desciende rápido y recta, casi aguileña, ese pelo enmarañado y castaño, las cejas fruncidas por más que la expresión sea de alegría. Todo de vuelta. La abuela no sabe nada, la panza vacía no tiene nada que ver. Raúl saca otra hoja y comienza otra vez. Quién sabe cuando vaya a parar para comer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario